Un colapso siguió a otro. El pasado domingo, muy pocos se atrevían a conducir por la carretera regional 203, atestada de enormes rocas desprendidas de las laderas de las montañas del Alto Atlas que impedían el auxilio de los damnificados. Pero el miércoles, cuando los obstáculos más grandes se habían retirado, miles de coches de todo Marruecos cargados con colchones, mantas, leche, agua, pan y otros enseres tomaron el lugar que antes ocupaban los pedruscos y atascaron esta ruta de montaña que une Marraquech con las zonas más devastadas por el terremoto.
La avalancha de turismos de ciudadanos solidarios competía por llegar al epicentro con camiones de 12 metros repletos de ayuda humanitaria, maquinaria pesada aún en pleno desescombro y transportes militares en un caos apenas arbitrado por varios centenares de gendarmes sin walkie-talkies. Los agentes, solo armados de un silbato y un chaleco amarillo, eran incapaces de ordenar el tráfico, mientras muchos conductores se bajaban para auxiliarles o para apartar los escollos que aún quedaban. Otros aprovechaban los continuos parones para hacerse selfis.
En muchos puntos, el ancho de esta calzada, ya de por sí peligrosa, apenas alcanzaba los tres metros debido a los desprendimientos, lo que obligaba a menudo a detener el tráfico en uno de los sentidos provocando enormes colas. Entre precipicios de vértigo y peñascos a punto de caer, vehículos que no pasarían jamás una Inspeción Técnica de Vehículos (ITV) procesionaban junto coches de alta gama, camionetas destartaladas y motocicletas. Decenas de motocicletas.
En esas condiciones, ocupa siete horas recorrer los 177 kilómetros que separan Marraquech de Aghbar, una comuna rural de 19 aldeas diseminadas a ambas vertientes del valle del río Amndar, junto al puerto de Tizi N’Test, de 2.100 metros de altura. Son las ocho de la mañana del miércoles y los miembros de la asociación Grand Ait-Alí de Tarudant, a las órdenes de su presidente, Mohamed Buabid, apuran el primer té y empiezan a amontonar en la cuneta todos los alimentos y material de subsistencia que han conseguido comprar con las donaciones de sus socios.
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A lo largo del martes, su convoy humanitario, formado por tres furgonetas escolares y dos coches, consiguió superar la marabunta de piedras, camiones y gendarmes hasta la entrada de Souk (mercado en árabe), el núcleo más bajo de este valle, a 1.800 metros de altitud. Una sola calle llena de tiendas todas cerradas. Allí se acabó su recorrido. Uno de los jóvenes de la comuna, Yunes Ait-Ufkir, les avisó de que, debido a los desprendimientos, era imposible seguir pista arriba con los coches, que serían los vecinos los que bajarían del monte para recoger la mercancía. Que se fueran; que él se quedaría cuidándola. Pero era ya había oscurecido y pasaron la noche en sus vehículos.
“Vine de Bruselas el jueves para pasar unos días de vacaciones”, explica Zacaria, el hijo del presidente de la asociación, que, antes de la catástrofe, se dedicaba a auxiliar a los colegios de la zona, a los que suministraba material. “Quería subir con mi padre el monte Tubkal [el más alto de Marruecos, a 4.167 de altura], pero de repente llegó el terremoto. Teníamos que ayudar”, sigue este hombre de 38 años que emigró a Bélgica, donde trabaja en una empresa de mudanzas. “Ahora vamos pueblo tras pueblo, preguntamos por el número de familias que viven en cada uno y les dejamos la ayuda que necesitan”, prosigue antes de subir a una de las furgonetas y reemprender camino de vuelta.
Próxima parada, Zrit, una pequeña población a mitad de camino colgada de la ladera derecha del valle sobre terrazas de cultivo ahora en parte ocupadas por las tiendas de campaña. A 2.000 metros sobre el nivel del mar, apenas se distingue del color pardo de la montaña. El joven Yunes se queda literalmente sentado sobre las mantas recién compradas que acaban de llegar a Souk mientras Husein Ait-Aizdud, de unos 40 años, y otro compañero cogen sus motocicletas y empiezan el ascenso para avisar de la llegada del material solidario. Por el camino estrecho y pedregoso, quedan atrás varios coches varados que han intentado llegar más allá y que, ahora, frente a los enormes cascotes, son incapaces de dar media vuelta.
A la altura de la aldea, un helicóptero civil inspecciona el terreno, da varias vueltas al valle para ir reduciendo altura en una maniobra complicada debido a su estrechez y aterriza, finalmente, junto al río, en un campo de fútbol. Bajo la enorme polvareda que genera, dos personas descienden y empiezan a descargar alimentos. Un grupo de niños azota con un palo a sus burros que bajan a toda velocidad. Sin miedo a la pendiente. Como si estuvieran jugando a hacer carreras con los animales. Una vez en el lugar de aterrizaje, cargan sus alforjas y vuelven a subir. “Somos de una ONG tunecina”, explica uno de los tripulantes sin dar más detalles antes de volver al aparato y despegar.
Como muchos pueblos de esta zona, Zrit ha quedado reducido a un campamento. De las 500 personas que vivían aquí, solo tres han muerto, pero todas las casas han quedado inhabitables. Sus habitantes sobreviven junto a su ganado bajo cabañas hechas con palos, cuerdas y telas de plástico o bolsas de fertilizantes levantadas en algunas terrazas antes destinadas al cultivo, justo debajo de lo que, hasta el viernes por la noche, era su aldea. Los niños dejan su carga sobre otro montón de víveres al lado, en un lugar sombreado. Las mujeres, al cuidado de los más pequeños, preparan el desayuno en los hornillos de gas que han recuperado de entre los escombros.
Entre dos de esas tiendas, sentado frente a una mesa baja con vasos de té, hogazas de pan, mantequilla, mermelada y miel, se encuentra Mohamed Ait-Aizdud (65 años), tío de Husein y figura de autoridad en el valle al que todos llaman Hadj, el título que reciben los musulmanes que han peregrinado a La Meca. Este hombre de 58 años, que pasó gran parte de su vida en Lille (Francia), volvió hace unos años a Marruecos para instalarse en Chichaua, a unos 200 kilómetros de su aldea, a la que ha vuelto para ayudar a sus vecinos.
Cuando la tierra tembló, estaba a punto de terminar su casa, en la que planeaba pasar los veranos con su familia. La vivienda, levantada con materiales de buena calidad, ahora está inservible. También las que compró a sus hijos, que siguen viviendo en Francia. “Dios nos las ha dado y Dios nos las ha quitado”, le dice a su mujer por teléfono, que llora desconsolada mientras ve el desastre por videollamada. “No te preocupes, no necesitamos una casa”, prosigue Hadj. Después cuando cuelga, afirma resignado: “Son 45.000 euros que han ido directamente a la basura”.
Hadj departe con su amigo Mohamed Ait-Ufkir, que enseña un viejo carné de identidad que demuestra que tiene 84 años, y su certificado de vacunación de la covid. Tres pinchazos. “A lo largo de mi vida, ha habido muchos terremotos en el pueblo pero en este, la tierra se levantó”, dice mientras ambos escalan por las ruinas con una pasmosa agilidad. Apoyado en su bastón, Ait-Ufkir cuenta que él y su mujer, nada más escuchar el temblor, salieron de su casa corriendo. El único de sus ocho hijos que sigue en el pueblo, que vivía en la vivienda justo arriba, también logró escapar con vida.
“La montaña se ha partido por la mitad”, confirma Hadj. “Las almendras y las nueces que habíamos recogido se han perdido y 600 personas, con niños y todo, se han quedado allí”, afirma mientras señala hacia abajo, donde se encuentran las barracas.
El trajín de jóvenes, mujeres y niños que suben y bajan por el valle cargando mercancía —a pie o en burro— es constante. Mientras, en la pista, los hombres rompen las enormes piedras que cayeron el viernes con martillos y picos para rellenar con trozos más pequeños, a modo de ladrillos, los bocados que el temblor dio a esa ruta. Repararla para que los coches puedan volver a subir es ahora la principal prioridad. Aunque tengan que hacer equilibrios al borde de un barranco de unos 30 metros de altura lleno de grietas. Los chicos tienen estrictamente prohibido adentrarse en las ruinas. A los más pequeños los mantienen entretenidos partiendo nueces y almendras.
Dos kilómetros aguas arriba, ya a 2.100 metros de altitud, se encuentra Amndar, la aldea que da nombre al río, la más alta. El acceso aquí solo es posible a pie por el cauce, ahora casi seco, y las acequias. Un camino rodeado de nogales, almendros, albaricoques y manzanos de los que los porteadores comen mientras cumplen cada uno con su labor. Aquí, la tragedia fue mucho mayor. 18 personas murieron y otras 30 salieron heridas con fracturas y contusiones. Los vecinos los atendieron durante cuatro días con desinfectante de yodo y los pocos fármacos que tenían. Hasta que el martes por la mañana un helicóptero los evacuó.
“Nada más dormirme, sentí que las paredes se movían”, cuenta entre lágrimas Zahara Ait-Mjud, de 50 años en su tienda, rodeada de su padre, Mohamed, de 70, su madre Aicha y seis niños de entre cuatro y ocho años. “Lo primero que pensé fue en los niños. Los cubrí con mi cuerpo como pude para que no les cayeran las piedras encima. Luego me di cuenta de que la puerta estaba atrancada. Desesperada, cogí una piedra y con mis propias manos la rompí”. Su cuñada, Fatma Ait-Buri, de 35, la mira seria. Como ausente. No llora. Su madre y su hija de 16 años no pudieron escapar. Murieron.
Ibrahim Ait-Musarat, de 38 años, y Brahim Ait-Masud, de 35, recuerdan cómo muchos hombres recorrieron esa noche lo que quedó de la aldea en completa oscuridad, solo con la luz de sus teléfonos móviles, en busca de supervivientes. En esta aldea aún no han recuperado la corriente eléctrica. La gente pido que les carguen sus teléfonos en los coches que llegan a la parte baja del valle. “Nos guiábamos por los gritos de la gente”, relatan. “Todo estaba lleno de polvo y las piedras seguían cayendo. Desenterrábamos a la gente con las manos. No había otra forma de hacerlo, porque nuestras herramientas también estaban sepultadas”.
Al conocer la tragedia, muchos vecinos del pueblo que habían emigrado, volvieron lo más rápido posible. Como Mohamed Boybri, de 20 años, que trabaja en un supermercado en Tánger. Tras conocer la gravedad del terremoto, a las cuatro de la mañana del sábado, no lo dudó y salió a toda prisa hacia su aldea, hacia Amndar. Enlazó taxis, autobuses y camiones y así logró llegar el sábado hasta Ijukak, a 52 kilómetros del pueblo. El resto del camino, asegura, lo hizo andando.
Cauce abajo, una cudrilla de niños acumula los cojines y mantas que transportan sobre sus cabezas en un punto a mitad de camino para hacer un descanso. En el río, un grupo de mujeres frota la ropa contra sus tablas de lavar, la golpea con mazas y la deja a secar sobre las rocas. A la altura de Zrit, otro helicóptero, este militar, lanza paquetes llenos de garrafas de agua desde el aire que revientan al llegar al suelo. “No entiendo por qué nos mandan tanta agua; esa agua no la bebemos”, dice Hadj. “Lo único bueno que tiene este terremoto es que ha abierto nuevos manantiales”.
Husein Ait-Aizduz, el chico que por la mañana subía a Zrit en moto, el sobrino del Hadj, detiene una pequeña camioneta por la pista y pide a su conductor que le deje subir detrás. De pie, agarrado a los barrotes de su volquete, continúa el viaje hacia abajo. En un continuo tambaleo por los baches, tras 20 minutos, llega de nuevo a Souk, la aldea de la que partió valle arriba con el alba. En el punto donde la caravana de la asociación Grand Ait-Alí dejó su carga, unos niños juegan al fútbol. Son las siete de la tarde pasadas. Vuelta a cargar. Vuelta a empezar.
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